La ciudad y los perros (1963) es la primera novela de Mario Vargas Llosa y gracias a ella, según sus propias palabras: “comencé a sentir que se hacía realidad el sueño que alentaba desde el pantalón corto: llegar a ser algún día escritor”. Es verdad lo que dicen sobre esta novela, es una gran obra que revela la vehemencia, la sensibilidad, la gallardía y la brutalidad de la adolescencia, incendiada en el cerco de la vida militar. En el caso de La ciudad y los perros, el cerco es el colegio militar Leoncio Prado, un internado ubicado en la zona de La Perla en Lima, Perú. Muchos de los lectores de esta novela, militares y civiles, han encontrado en sus páginas reflejos de su propia juventud, recuerdos e historias de familia. Porque esta novela traspasa la frontera de lo peruano al dar cuenta de lo humano, de lo ontológico más allá de sociológico. Es una novela con claras intenciones realistas y no hay trazas de nada mágico, nada onírico ni surrealista: ese es su gran logro, penetrar en la realidad del internado militar y de una ciudad atravesada por todo tipo de dichas y desdichas urbanas. Es una verdad cruda. Obra maestra de la literatura latinoamericana, por su técnica narrativa y por el drama narrado, esta novela enseña verdades sobre el ser humano y sus eventos cotidianos. Eventos en los que la noción de Justica brilla por su ausencia o su presencia. Personalmente, tengo que decir que con esta novela he sentido más que con cualquier otra, el poder que tiene la literatura de revelar las verdades que se ocultan en la historia personal de los individuos, en sus mentes y sus corazones. Vargas Llosa también diseña una arquitectura narrativa que mantiene en vilo al lector, las constantes analepsis (flashbacks) rompen la cronología, despertando el deseo de saber más y atar cabos.
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