Tras la presentación de la autora bretona Mona Braz, de su libro y la breve introducción al druidismo recalcando la primacía de su conexión con la naturaleza, dedicaré esta segunda parte a unas temáticas que ofrecen pistas de reflexión que nos pueden acompañar y guiar en nuestra vida cotidiana.
Elogio del amor… ante todo del amor propio
«El amor ama, el amor ama amar y ser amado a través de cada uno de nosotros.»
Aplicando el principio de correspondencia del hermetismo («como es arriba, es abajo; como es adentro, es afuera…») que supone relaciones estrechas y correspondencias misteriosas entre todas las partes del universo, visible e invisible, empezaría por el final de este libro que habla, ante todo, del amor y de «la urgencia del reto del amor comprometido y alegre.»
Un dato interesante: al contrario del francés que tan solo posee una palabra para el amor, Mona nos recuerda que existen diez «palabras-conceptos» en griego para describir los diferentes tipos de amor, «desde la vibración más baja hasta la expresión de la parte la más noble y depurada de uno mismo»: el amor-necesidad, el amor-pasión, el amor-sufrimiento, el amor-entrega, el amor-gracia, el amor-olvido de sí mismo, etc. El amor no se limita a las relaciones amorosas y «el primer amor que nos invitan a experimentar es el amor para con nosotros mismos; este amor implica «poner límites y actos que tienden al respecto de nosotros mismos, de nuestra integridad física y psíquica».
Alude también al concepto celta de alma amiga, el «anamcara», que se diferencia del concepto de alma gemela ya que supone un encuentro espiritual entre dos individuos completos de manera complementaria y no fusional. A diferencia del pensamiento platónico acerca del alma gemela que nos convierte en seres incompletos, el «anamcara» nos dice que nuestras almas son únicas y enteras, y que «el encuentro del alma amiga es un encuentro de evolución entre dos almas completas.»
El camino del corazón lleva al coraje
«El coraje es entonces esta capacidad, depositada en el corazón de cada ser humano, de superar su miedo para afrontar el peligro, soportar el sufrimiento o emprender cosas aterradoras, dolorosas o difíciles».
Esto me remite a una antigua leyenda hindú que evoca esta misma tendencia a buscar fuera lo que tenemos dentro de nosotros, a buscar algo que nos es intrínseco. Hubo una época en la que todos los hombres eran dioses. Pero abusaron de esta divinidad y Brahma decidió quitarles su poder divino en un lugar donde les sería imposible volver a encontrarlo. La tarea resultó difícil. ¡Primero consideraron esconderlo en la tierra y luego en los océanos para encontrar un escondite imposible de rastrear! De hecho, los dioses decidieron esconder la divinidad del hombre en lo más profundo de sí mismo porque era el único lugar donde nunca se le ocurriría buscarla. De la misma manera, buscamos desesperadamente el amor cuando se sitúa en «el centro de nosotros mismos, en el corazón del sí, dónde la Monada reside». Tan solo hemos de cultivar el amor, esta «iluminación del cuerpo, del corazón y del alma».
Idea corroborada por la autora cuando nos indica que los Celtas definen el corazón como el centro del individuo, «la sede de funciones como el coraje, el amor, el centro de gravedad y el equilibrio». Nos recuerda también que las palabras «corazón» y coraje», en la etimología francesa, son inseparables. Lo mismo ocurre en bretón: «kalon» y «kalonek» son las dos palabras que traducen a la vez órgano y virtud. Muchas leyendas celtas hacen del corazón el asiento de la verdad del guerrero, el fundamento de sus convicciones y el fundamento de su acción heroica.
Pero aporta cierto matiz porque, tanto para los druidas como para los celtas, ser valiente no significa realizar actos extraordinarios: «el coraje está donde estamos y es ahora, el coraje ordinario de la vida diaria». Tener corazón y ser valiente no nos exigen ser héroes. Mona nos exhorta a todos a volver a darle reconocimiento y nobleza a las pequeñas acciones, a brillar sin ostentación desde nuestra esencia pura: «tener corazón consistirá en fortalecerlo mediante la confianza en uno mismo y en la vida, mediante la grandeza de alma […], la resistencia y la perseverancia ante las dificultades de la vida, el honor puesto en actuar con discernimiento y mediante los esfuerzos a pesar de los riesgos. […] Y la satisfacción vendrá, no del resultado en sí, sino del hecho de haber actuado lo mejor posible […] llevando a cabo acciones que tienen sentido, para nosotros y para lo colectivo.»
Uno ya está en su lugar…
«No hemos de encontrarlo, ni conquistarlo o merecerlo».
Una enseñanza fundamental del druidismo es la afirmación de que uno ya está en su lugar y que no ha de encontrarlo. Este principio va en contra de lo que difunden los libros de desarrollo personal según Mona. En efecto, resalta la importancia de ser consciente de que nuestro lugar legítimo es donde estamos hoy —somos parte de la gran sinfonía de la vida en la que cada nota singular es necesaria— y nos llama a una cooperación pacífica y alegre con el Universo que comienza donde estamos hoy.
Ilustra este principio con la referencia a la leyenda de Arturo Pendragon que nunca quiso ser rey ni trató de encontrar su lugar entre los héroes: simplemente obró en su día a día, atravesó acontecimientos que se convirtieron en experiencias, descubrió sus riquezas interiores, sus dones y talentos y dejó de alimentar el pensamiento mágico para dejar de esperar fuera las condiciones de su realización.
Esta enseñanza se puede vincular con el concepto de «dedma, el conocimiento que guía al ser en sus elecciones.» Según los druidas, el auto-conocimiento no se acumula, es más bien lo contrario ya que se manifiesta a través del desapego, un desapego anhelado. El vivir plenamente cada instante de la existencia, ahí es donde reside el aprendizaje. La leyenda del rey Arturo representa este «movimiento vital del karma (la acción) y del dedma (la realización)».
La adelfidad y la primacía de la comunidad
«La adelfidad entre los celtas es, por tanto, una cuestión de diferenciación en unión para formar una complementariedad sin la cual el mundo no puede existir».
La palabra masculina fraternidad, del latín «fraternitas», derivada de «frater», tiene su contraparte femenina, sororidad pero la autora privilegia el término «adelfidad». De origen griego («adelphus», que significa «útero» o «matriz»), el ideal adelfíco subraya las relaciones solidarias y armoniosas entre seres humanos, mujeres y hombres, sin diferencia de género, cultura, origen común u origen geográfico. «La adelfidad nos remite en este sentido a nuestro origen común, la matriz única de la que nacemos todos, no sólo los humanos, sino también todos los seres vivos». A continuación, para el druidismo, ser un miembro responsable de la comunidad es algo esencial. Desde un punto de vista histórico, entre los celtas la dimensión social, familiar y colectiva supera ampliamente a la individual. Mona nos recuerda que lo colectivo es en realidad el motor del corazón.
Vínculo con el mundo del misterio y reconexión con la esencia de lo femenino para volver a la unidad de lo vivo.
«Lo femenino es sagrado al igual que lo masculino. No se trata de sustituir una sociedad patriarcal por una sociedad matriarcal.»
Así, el universo que conocemos nació del Uno sin nombre que es andrógino por naturaleza. La Mónada original, genera el alma del mundo y contiene todos los géneros pero sin pertenecer a ninguno. Esta Mónada fue manifestada por primera vez por el Agua, el principio femenino, inmediatamente fertilizada por el Fuego, el principio masculino, sin que ninguno prevaleciera sobre el otro. Los Celtas concedían los mismos derechos a hombres y mujeres, respetaban la equidad entre ambos y reconocían la soberanía de las mujeres.
Pequeño paréntesis sobre la sexualidad que era considerada a la vez como una realidad cotidiana y un acto sagrado. Mona lo define como «un acto simbólico poderoso, que conectaba a los hombres con sus dioses, lo terrenal con el otro mundo, en un movimiento transformador y creativo.»
El druidismo también remite al culto de la Gran Diosa que estuvo muy presente en el período neolítico antes de desvanecerse gradualmente ante la preeminencia del modo de vida patriarcal y los monoteísmos. Nos fuimos alejando progresivamente de la tierra, de lo femenino, de la matriz. Y esta lógica vertical y jerárquica es la que estuvo alimentando la organización lineal del mundo. El mensaje de Mona es impregnado de amor y respeto hacia todos. Subraya el hecho de que «las mujeres están invitadas a redescubrir su naturaleza solar, a no vivir más en dependencia o a la sombra de otro». El ejemplo de Ginebra, la esposa del rey Arturo, representa el prototipo de estas mujeres que encarnan la soberanía, es decir la ausencia de dependencia.
Sin embargo, la escritora bretona cuestiona «la reciente proliferación de talleres sagrados femeninos, popularizados en particular por el éxito del ecofeminismo y la promoción de la energía femenina que estaría específicamente vinculada a la Madre Tierra.» Añade que el lugar correcto que corresponde a cada uno de nosotros «no significa reducir los principios a su estricta igualdad de similitud.» No es necesario ser idéntico para ser igual y no puede haber sagrado femenino sin sagrado masculino. Comparto el punto de vista de Mona en el sentido en que el replanteamiento del papel de la mujer significa, para mí, un reposicionamiento de las mujeres en sus propias vidas, una (re)conexión pura con su esencia a través de la energía femenina para librarse de las trabas y condicionamientos, una exploración interior para lograr la completud. No significa verter en lo opuesto y convertirse en una ultra-feminista sino sin capaz de conectar con sus propios deseos y de expresar su voz con mucha consciencia porque la igualdad de género solo puede nacer de una diferencia asumida y no de la imitación de los valores patriarcales.
Ciclo de reencarnación y tiempo
«La tradición druídica es una tradición del ciclo y de la rueda, inscrita en la eternidad siempre renovada: todo vuelve siempre pero todo se transforma, el tiempo es como abolido por el círculo…».
Los Celtas respetan las manifestaciones de la vida en su diversidad, sin clasificarlas ni ordenarlas rígidamente: «la reencarnación supone que la Mónada se transfiere automáticamente de un cuerpo humano a otro, en una especie de continuidad personal. La metempsicosis supone que la Mónada experimenta experiencias de aprendizaje y evolución siendo transferida a veces a plantas, a veces a animales, a veces a la humanidad, en toda la diversidad de estos tres mundos.» Esta convicción de la inmortalidad del alma y las múltiples experiencias de la Mónada (o metempsicosis) es una invitación a responsabilizarnos de nuestra vida porque ésta tendrá repercusiones en la vida siguiente. Mona pone de relieve este aspecto de la filosofía druida: «nuestra vida y las decisiones que tomamos van, por tanto, más allá del ámbito de nuestra existencia actual. Los celtas saben que sus malas acciones tendrán que ser reparadas por el ser que recibirá su alma en el próximo ciclo.»
Cabe subrayar también que los Druidas poseían un conocimiento profundo del cielo, de las constelaciones, de las estrellas, de sus ritmos y ciclos. Así, eran capaces de identificar los mejores y peores momentos cuando se les consultaban. Este conocimiento astronómico se convirtió en un conocimiento astrológico, es decir espiritual en la medida en que integraba el largo plazo, concepto que brilla por su ausencia hoy en día.
La muerte
«Lo opuesto a la muerte no es la vida, sino el nacimiento».
Según los Druidas, morir es simplemente migrar de un cuerpo a otro, de un estado a otro, «pero siempre en el mismo planeta, mientras no hayamos terminado con lo terrenal». Mona se refiere a la espiral como símbolo a la vez cósmico e iniciático: «es dinámico y no fijo, como lo son nuestras vidas». Este camino en espiral también nos remite a un motivo importante del arte celta, el del trisquel (triple espiral).
En los ciclos de «nacimiento-muerte-renacimiento», los druidas nos invitan a lidiar con la muerte, a no huir más de ella ni a evadirla, a afrontarla. «Sin hundirnos en el patetismo y el culto del pasado, redescubramos la memoria de los antepasados y la dulzura de los rituales de partida y fin de la vida.» Mona constata que la sociedad de riesgo cero en la que vivimos deja de lado la vejez y la muerte. Se pregunta cómo hemos podido pasar de un mundo en el que la muerte estaba integrada a la vida a «un mundo cuya modernidad y materialismo oscurecen la muerte.»
Simbolismo de la isla
Mona menciona un verbo galés «hunan-ynysu», que podría traducirse por «convertirse en una isla y fundirse con ella», y que resume a la perfección y de manera muy poética y alegórica los retos propuestos por la existencia humana. La isla es considerada como una escala en el camino hacia el otro mundo y convertirse en una isla en el vasto océano cósmico, sería a nivel espiritual, poder ser más receptivo a las enseñanzas y la sabiduría que nos ofrece la naturaleza en nuestra vida diaria. Según los Celtas, existen cuatro islas míticas:
- La primera es la isla de la Muerte y del Gran Conocimiento «porque debemos morir a nuestras identificaciones, porque debemos saber que la muerte es, ante todo, las falsas creencias que nos impiden ser nosotros mismos».
- La segunda es la isla de la Quemadura, «donde se consumirán dolorosamente nuestros últimos apegos y dependencias, aquellos que nos atan y nos privan de libertad.».
- La tercera es la de la Espada de la Victoria: «victoria sobre nuestros impulsos hasta ahora incontrolados, la purificación por la verdad que nos libera de la mentira y de una vida vivida como un sueño cuando nos hemos encarnado para actuar y vencer.».
- Finalmente, la cuarta es la del caldero de la abundancia del conocimiento y del poder, «un caldero que nos proporcionará la respuesta adecuada a nuestras necesidades primarias y esenciales.».
Como lo concluye Mona, ¡este recorrido de isla en isla es el que nos llevará al verdadero camino del corazón y al experimento de la plenitud basada en la satisfacción de nuestra vida diaria!
Consejos esenciales
Para poner fin a este largo escrito, volvería a incidir en dos o tres aspectos esenciales de las enseñanzas compartidas por Mona, frutos de sus aprendizajes y vivencias. Según ella, la lección más urgente es aprender a amar para que nuestras sociedades vuelvan a encontrar «este sentimiento de seguridad basado en el cariño, la dulzura y el respecto, mientras la tecnología y la administración desarrollan desiertos afectivos.» Pero nos incumbe a todos realizar un trabajo individual de concienciación para espiritualizar la materia y reconectarnos con la naturaleza, con los árboles y el agua. Reanudar con esta comunión inicial que los primeros pueblos han sabido mantener viva y a superar este individualismo que nos aísla y nos impide crear lazos auténticos con la comunidad.