Estoy contento de no haberme enterado, hasta tiempo después de haberlo leído, que ésta es considerada algo así como la obra más acabada de Murakami. Tampoco sabía la cantidad de análisis, tribulaciones e interpretaciones que circulan en la web, ni que existe incluso un libro que funciona como guía de lectura de ella. Mi puerta de entrada a Crónica del pájaro que da cuerda al mundo fue más o menos así:
A mis dieciséis años, siendo el estereotipo de adolescente lector, mi madre viajó a Buenos Aires y volvió con un libro de regalo, recomendado por la librera, un libro de cuentos de un japonés que asomaba tímidamente en Argentina: Sauce ciego, mujer dormida. Una serie de cuentos oníricos, rebeldes, de a momentos oscuros e incomprensibles. Los devoré. Generalmente me enojaba (me enojo) cuando no podía terminar de seguir una lectura, cuando sentía una distancia un tanto infranqueable entre lo que se suponía que el autor había querido comunicar, la manera en la que lo había traducido al lenguaje, y lo que llegaba al otro lado del papel. Abandonaba libros por la mitad, de a montones.
En este caso, sin embargo, fue diferente. No lograba comprender qué es lo que Murakami estaba haciendo en sus cuentos. Tampoco tenía la necesidad de descubrirlo. Más bien, era como si me estuviese hablando en un lenguaje subterráneo y diferente, por debajo del lenguaje mismo, comunicando un pulso que yo no podía codificar pero sí absorber. Mi consciente quedaba momentáneamente suspendido, flotando a un par de centímetros del aire, mientras el canal de comunicación fluía abiertamente, en sentidos que yo no podía ni deseaba explicar.
Así es que me convertí en un pequeño fan de Murakami.
En los años subsiguientes, leí Tokio Blues; Baila, baila, baila; Al sur de la frontera, al oeste del sol; Escucha la canción del viento; Pinball 1973; y los libros de no-ficción De qué hablo cuando hablo de correr y De qué hablo cuando hablo de escribir.
No me considero el primer fan, ni siquiera una persona especialmente autorizada para hablar de Murakami, ni de su obra. Tengo varios clásicos pendientes, y hay tanto, tanto, tanto, escrito, investigado y estudiado a raíz de su escritura, que seguramente hay cientos de lecturas más especializadas que la que yo pueda llegar a ofrecer. Sí me considero un lector entusiasta, dedicado y entregado a lo que sea que él tenga para proponer, algo así como un lector-amante. En un tiempo debí desintoxicarme porque había leído varios libros uno tras otro y ya me dejaba gusto a trampa (spoiler alert: sus narradores-protagonistas son siempre hombres jóvenes/de mediana edad desorientados con el mundo, profundamente reflexivos, diminutas variaciones de la misma, misma persona, algo así como el Ricardo Darín de la literatura japonesa). Y, cíclicamente, vuelvo a él.
Hace ya muchos años había comprado y guardado en la biblioteca Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un masacote de 900 páginas que siempre me miraba de refilón y me producía esa se sensación ambivalente del vértigo: deseo y miedo en iguales proporciones. Generalmente aprovecho los veranos para leer novelas de largo aliento, a las que generalmente no me puedo dedicar durante el año. Invariablemente disfruto el grado de inmersión que habilitan estos libros (un mérito narrativo, pero también ligado directa y proporcionalmente con la cantidad de páginas, con la posibilidad de co-habitar con los personajes en su propio universo por un tiempo más prolongado). Este enero, finalmente, tomé Crónica del pájaro… del librero y me dispuse a entrar en él.
Acá les comparto mi reseña y mis reflexiones luego del viaje.
…
—¿No tienes un apodo o algo así, señor Tooru Okada? Algo más fácil.
Reflexioné unos instantes, pero no logré recordar ningún apodo. En toda mi vida nadie me había puesto ninguno. ¿Por qué sería?
—Algo como oso o rana.
—Nada.
—¡Va! ¡Vamos! —dijo ella—. Piensa uno.
—Pájaro-que-da-cuerda —dije.
—¡Pájaro-que-da-cuerda! —gritó ella mirándome con la boca medio abierta—. ¿Y eso qué es?
El pájaro-que-da-cuerda es el sobrenombre que adopta el protagonista de esta novela, y uno de los tantos símbolos que recorren el relato y entretejen diversos aspectos y personajes entre sí. Es un pájaro insignificante, un pájaro que no se deja ver, pero que el protagonista y su mujer escuchan picar con constancia y diligencia desde su hogar. Ric-ric, ric-ric. El pájaro le está dando cuerda al mundo, bromean. Si el pájaro detiene su tarea los ríos se secan, el cielo oscurece, el mundo deja de girar. Es un pájaro mínimo, un pájaro silencioso. Un pájaro que no todos consiguen escuchar.
Como casi todos los libros de Murakami, Crónica del pájaro… no tiene un punto de partida especialmente convocante. Tooru Okada es un hombre de mediana edad, desempleado, que habita el día a día en su casa mientras su mujer trabaja. Un día su gato desaparece. Un día recibe una misteriosa llamada erótica de una mujer desconocida. Un día su mujer se esfuma. Un día descubre un pozo seco en el jardín trasero de una casa abandonada y se hace amigo de una adolescente un tanto freak. Sucesos extraños comienzan a presentarse y a nutrir lo que será el conflicto o el corazón de la novela. El mundo de Tooru Okada se vuelve cada vez más raro e impredecible. El protagonista pierde, en una caída estrepitosa, todo lo que tenía en su vida anterior (su trabajo, su esposa, su apariencia, ¿su cordura?), y deberá embarcarse en un arduo camino para entender qué es lo que está sucediendo, cuáles son sus posibilidades y cuál es su rol en su propia vida, en su mundo.
Se frustrará, no obstante, el lector que busque en cualquiera de los disparadores mencionados el inicio de la secuencia protagonista-deseo-obstáculos-conflicto de la narrativa clásica. No se trata esta novela del hombre que busca infructuosamente a su gato, ni tampoco de la mujer obsesiva que lo persigue por teléfono y no revela su identidad, ni qué pasó con su esposa o cuál es la naturaleza del vínculo con la chica que debería estar en la escuela pero en lugar de ello trabaja para una empresa de pelucas.
O sí, se trata de todo eso.
Ninguno de estos “conflictos” se resolverán inmediatamente, ni captarán por completo la atención de los personajes, pero tampoco quedarán olvidados o apartados del relato de manera inverosímil. Los elementos que conforman el relato se irán depositando capa tras capa, acomodándose en una arquitectura compleja que configura el hábitat de un protagonista que no se desespera por su propia vida, que no busca resolver nada en particular porque no concibe la vida desde la óptica de resolver.
Tooru Okada, más bien, vive. Observa. Acepta lo que sucede como natural, o, al menos, como real: sucede. No reniega de ello. Se expone y entra en lo desconocido. No tiene trabajo, no tiene mujer, no tiene demasiado dinero. Le aparece una mancha en medio de la cara. No tiene mucho que perder. Además de lo que ocurre en su propia vida, esta disposición lo habilita a escuchar historias de otros. Aparecen, entretejidos en la novela, relatos enmarcados que, en algunos casos, podrían ser cuentos o nouvelles en sí mismos. Es el caso, por ejemplo, de “la larga historia del teniente Mamiya”, un oficial de ejército que desanda su historia como soldado del ejército japonés en la Segunda Guerra y, posteriormente, en la Siberia soviética. Relatos que cumplirán su función, tangencial, en el propio viaje del protagonista.
El antagonista central de esta historia es Noboru Wataya, el cuñado y antítesis perfecta de Tooru Okada, protagonista. Noboru Wataya es un hombre inteligente, exitoso, maquiavélico y despiadado. Es un economista de renombre y está construyendo una carrera política estelar (hay en la construcción simultánea de un villano de pies a cabeza y caso-de-éxito perfecto del sistema una crítica contundente de Murakami al capitalismo contemporáneo). Un hombre que nunca tiene tiempo de más para reunirse, porque está muy ocupado en seguir su camino a la cima.
Si el protagonista fuese Noboru Wataya, podríamos esperar una novela más corta y una narrativa de corte más tradicional: se le presenta un obstáculo, calcula las posibilidades, lo resuelve, vence al antagonista, se erige como héroe, es mejor que antes, sigue adelante. Pero el protagonista, en cambio, habita un ecosistema que se parece más a un estanque que a una pirámide. Un ecosistema que no se escala, sino que se habita. El símbolo perfecto es el pozo seco en el que el protagonista se hundirá voluntariamente, porque allá abajo, en lo oscuro y en la más profunda soledad, puede reflexionar, dialogar con un mundo distinto a éste y encontrarse consigo mismo, de la forma más honesta, cruel y transparente posible.
…
En un momento dado, de un día para otro, Kumiko, la mujer del protagonista, decide marcharse y borrar toda posibilidad de comunicación con él. La segunda mitad de la novela se organiza un poco más fuertemente en torno a la decisión de Tooru de recuperarla. Está convencido de que ella no puede haberse ido así sin más, de que hay algo más detrás, una injerencia de Noboru Wataya, algo que no termina de descubrir del todo. Este objetivo (recuperar a su mujer / descubrir la verdad) sí funciona como un elemento de tracción algo más clásico. No obstante, el camino a recorrer será disperso, interrumpido por varios elementos que organizan la búsqueda más como un laberinto que como un camino en línea recta. Tooru no concentrará su lucha en el afuera porque sabe (a pesar de la profunda enemistad que siente con su cuñado) que el problema y la solución central no está por fuera sino dentro suyo. Deberá hundirse en lo más profundo de su ser si quiere descubrir algo de lo que realmente ocurre en un mundo que se le hace cada vez más extraño, en un rompecabezas que un día ha estallado por completo y que parece no tener ninguna posibilidad de volverse a armar.
Esta búsqueda es empujada y acompañada por la progresiva aparición de elementos extraños y sobrenaturales, que transforman progresivamente el pacto de lectura realista que se plantea en un comienzo del relato. Como en muchos otros de sus trabajos, Murakami incorpora lo onírico y lo fantástico de un modo anfibio, y utiliza diversos aspectos corridos de la realidad para iluminar y dar volumen a las preguntas y vulnerabilidades del protagonista. El universo de la novela se transforma porque el del protagonista así lo hace. Y no estará el foco tampoco (como podría ser en un relato fantástico clásico) en asimilar estos elementos, en discriminar taxativamente entre realidad y fantasía, sino en acomodar la propia búsqueda de una verdad y de una identidad en un universo que modifica sus reglas permanentemente (independientemente de si estas reglas se ven afectadas por elementos del orden de lo real, del orden del sueño, o del orden de la fantasía).
Dice Murakami en De qué hablo cuando hablo de escribir:
Antes de eso (antes de producir nada con nuestras propias manos), deberíamos adquirir el hábito de observar en todos sus detalles los fenómenos y acontecimientos que tienen lugar delante de nuestros ojos. Cualquier cosa, por pequeña que sea, de lo que ocurre con las personas que le rodean a uno, reflexionar sobre ello. Eso no implica en ningún caso juicios de valor precipitados respecto a lo que está bien o lo que está mal. Hay que cuidarse mucho de sacar conclusiones precipitadas. Cuanto más lento es el proceso, mejor. Lo importante no es llegar a conclusiones bien definidas, sino conservarlas en nuestra mente sin que se alejen demasiado de la realidad para disponer de ellas como si se tratara de un material dúctil.
(…) La experiencia me dice que las cosas sobre las que necesitamos sacar conclusiones son muchas menos de las que creemos. A veces llego a pensar incluso que no las necesitamos en absoluto, sean las que sean.
Esta postura sobre el arte de escribir (que es estética y política) se refleja en la novela y se traslada al protagonista de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Gracias a su carácter desprejuiciado y la suspensión del juicio, Tooru Okada se lanza a escuchar historias, a moverse en lugares desconocidos de la ciudad, a vivir y a relacionarse con personajes de lo más diversos. Se lanza, también, a la valiente y complejísima tarea de conocerse a sí mismo. Como en la regla de oro del teatro de improvisación, Tooru Okada dice a todo: sí. El mundo (su mundo, el que conocía, el que parecía estable y predecible) comienza a írsele de las manos, pero, una vez que el viaje ha comenzado, el pájaro-que-da-cuerda entiende perfectamente que ya no hay vuelta atrás. Debe llegar hasta el fondo, hasta el núcleo, hasta lo más profundo, porque allí (por doloroso que sea) es donde se encuentra el corazón que late, lo único que puede acercarse a aquello que denominamos verdad.
Tooru Okada comprende que la búsqueda exterior y la búsqueda interior son un solo y único proceso. Ya sea en la calle, en un sueño o en lo más profundo de un pozo, las verdades que se le aparecen pueden hablar de otras personas, pero esas personas pueden aparecer y desaparecer de un momento al otro (y así lo hacen, una vez que han cumplido su función en la historia). Lo único que permanece es él mismo, su propia cabeza, su cuerpo en el pozo profundo, su identidad, su verdad.
…
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo es una novela de largo aliento, de lectura fluida y agradable, y es también un ensayo profundo sobre la búsqueda personal y la configuración de la identidad. Más allá de las múltiples interpretaciones que puedan hacerse (y las hay por montones, pueden googlear), recomiendo al lector que quiera adentrarse en ella, o en otras obras de Murakami, que no pretenda decodificar racionalmente todos los elementos que componen el relato. Que desista, y que, más bien, lea con tiempo, con pausa y con mucha atención. Que disfrute de los diálogos y los personajes, que son deliciosos, y permita que esa pequeña voz que recorre las 900 páginas le hable. Que entre, la voz, aunque no sepamos muy bien qué es lo que está diciendo, aunque no sepamos por dónde entra, o qué es lo que va a generar.