Dicen las malas lenguas que el Océano Pacífico y el Golfo de México alguna vez tuvieron aguas dulces, pero se volvieron saladas por el sodio desprendido del llanto de todas las familias a las que les arrebataron a un ser querido en este país. Se salaron por tanta injusticia, por tanto crimen impune. El llanto no cesa. Se extiende, se desborda. Y cada día, a cada hora, hay nuevas razones para sollozar.
Hay muchos tipos de crímenes, pero uno de los más terribles y alarmantes es el feminicidio. Desde que leemos la palabra, parece que se trata de algo reciente. Si el término existe en México desde hace apenas dieciocho años, podría pensarse que el fenómeno que nombra es igual de nuevo. Nada más lejos de la verdad. El feminicidio es un cáncer social que ha estado entre nosotras desde siempre, oculto bajo el machismo, la costumbre y el silencio. En culturas antiguas, nos han asesinado por «honor», por infidelidad, o simplemente por haber nacido mujeres cuando esperaban un varón. Durante siglos, esos crímenes fueron justificados legal, religiosa y socialmente.
En el México prehispánico, por ejemplo, se nos esclavizaba, violaba y asesinaba en las guerras entre pueblos, donde éramos vistas como un trofeo. En la época colonial, se asesinaba a las indígenas más atractivas —claro, después de violarlas— porque las consideraban demonios que los incitaban al pecado. En la época actual nos sigue pasando, con un saldo de nueve mujeres asesinadas a diario por el simple hecho de tener un cuerpo femenino que creen que les pertenece.
Lo peor es que esta realidad está normalizada. Tanto así que la búsqueda de las mujeres desaparecidas muchas veces ni siquiera está relegada a las instituciones judiciales, sino a los colectivos de padres buscadores, quienes con palas y picos rastrean a sus hijas bajo la escasa luz de la luna. En las noticias, a diario, miramos estos títulos “Jessica, mujer desaparecida en Zacatecas, ha sido encontrada sin vida dentro de una bolsa de basura” o “Marisa, de nueve años, niña desaparecida el dos de julio, es hallada muerta en el patio de su vecino”.
Es tan normal rodearse de estas noticias, que a veces se nos olvida que las protagonistas son personas reales, como nosotras. Personas con sueños, con ambiciones, con total derecho de desarrollar su vida. Personas con familia, hijos, padres, hermanos, que las extrañan y cuya vida no vuelve a ser la misma, porque se queda fracturada para siempre.
Leer El invencible verano de Liliana es una experiencia que permite sentir el dolor, el coraje y la tristeza que apuñala a las familias que viven este tipo de situaciones. En tan solo once capítulos, se nos hace partícipes de la vida y el asesinato de Liliana, una joven de 20 años, estudiante de arquitectura en la Universidad Autónoma Metropolitana. La novela comienza cuando la escritora, Cristina Rivera Garza, decide retomar el caso de su hermana, veintinueve años después, pues habiendo pasado tanto tiempo, su muerte sigue impune.
Ya desde el capítulo primero nos convertimos en testigos de la ineficacia de las autoridades destinadas a la resolución de los casos y de lo complicado que es para las víctimas trasladarse hasta las instituciones correspondientes, ser atendidos y que sus casos sean resueltos rápido. O al menos resueltos. También somos testigos de cómo los asesinatos se van archivando hasta el olvido o la pérdida del archivo.
Pasan tantas cosas en treinta años. Pasa la muerte, sobre todo. No deja de pasar. La muerte de miles y miles de mujeres. Sus cadáveres aquí, rondando.
Si bien se trata de una novela, en el transcurso de la narración encontramos un estilo fragmentado entre la narrativa literaria, el cuestionamiento de la sociedad y la exhibición de historias reales de violencia. También hay hibridación de géneros, pues hallamos cartas, testimonios, expedientes judiciales y hasta poesía. La mezcla convierte a El invencible verano de Liliana en un producto completo, que reproduce a la vida como realmente es, una explosión de todo que deriva en la nada, en la ausencia.
Un aspecto a destacar es la contextualización del país. Se trata de una nación que sangra. Se presentan realidades como el movimiento del me too, que funge como un grito de “Reacciona, hermana, esto no solo te pasó a ti, nos pasa a todas”; el asesinato de mujeres que son igual a nosotras; el hecho de que aun en pleno siglo XXI hay quien cree que las mujeres son culpables de la violencia que las mató. Liliana murió hace más de treinta años, pero se siente como si hubiera sido asesinada ayer. En un país infestado de crímenes, no es extraño que la autora compare a la ciudad con el Mictlán.
Una idea que se repite constantemente es la importancia del lenguaje para protegernos del mal. Qué difícil debió ser pedir justicia antes de que el Código penal Federal incorporara al feminicidio como delito. ¿Se imaginan cómo era la época en la que los feminicidios eran justificados y romantizados bajo el concepto “crimen pasional” y solía oírse entre pláticas familiares “la mataron porque andaba en malos pasos, si mi mujer me hiciera eso yo le haría lo mismo”? Esto me hace pensar en cómo la mentalidad ha sido plasmada en las producciones culturales, ejemplo de ello es “Ingrata” de café Tacvba, en cuya letra leemos:
Por eso ahora tendré que obsequiarte un par de balazos, pa’ que te duela. Y aunque estoy triste por ya no tenerte voy a estar contigo en tu funeral.
Esta canción tiene apenas treinta años. El mismo lapso de tiempo desde que mataron a Liliana. Hace tres décadas imperaba una mentalidad donde se consideraba a la mujer propiedad del varón y era socialmente aceptable que la mataran si los dejaban. Esto nos ayuda a comprender qué pasaba por la mente del asesino de Liliana.
¿Quién en un mundo donde no existía la palabra feminicidio, las palabras terrorismo de pareja, podía decir lo que ahora digo sin la menor duda: la única diferencia entre mi hermana y yo es que yo nunca me topé con un asesino? La única diferencia entre ella y tú.
La autora refuerza la idea de que, al menos, en la actualidad, tenemos conceptos e información que nos permiten, en algunas ocasiones, advertir el peligro. Pero ni Liliana ni sus amigos cercanos conocían qué era la violencia de género, las red flags, ni conceptos como “relación tóxica”. En un mundo donde la violencia se normaliza los crímenes se perpetúan. Y, lamentablemente, aunque deje de normalizarse, el crimen sigue existiendo.

¿Qué es la libertad y por qué nos la quitan? Bajo un cielo “enojosamente azul”, la autora nos presenta a su hermana Liliana. En el lapso de la novela nos revela, poco a poco, cómo fue su infancia, cómo fue su vida, cuáles eran sus sueños, cómo la miraban sus amigos, sus padres, ella misma. Además, comparte a Liliana a través de sus escritos. Nos permite adentrarnos a la caja de cartón donde se fue archivando a sí misma. Nos permite entrar en la caja que oprime el pecho de todos, la que nadie se atrevía a abrir. Pero es en esa caja donde descubrimos que Liliana es como nosotros. Que disfruta la lluvia y la lectura, que quiere, que ríe, que se enamora, que sueña, que lucha, que piensa, que siente, que ama.
Miramos a Liliana crecer, como si fuéramos su hermana. Nos enteramos de sus confidencias, como si fuéramos su amiga. Entendemos su incertidumbre por el futuro, como si fuéramos ella misma. Y poco a poco, vamos armando las piezas del rompecabezas… cómo conoce a Ángel, cómo inicia su relación sentimental, qué problemas tenían, cómo lo percibían los demás, cómo se sentía ella misma.
Y con el fluir de las letras, navegamos en medio de la investigación, la reconstrucción de los hechos, los recuerdos de los testigos, las palabras de Liliana, el lugar del crimen y el mundo que habitaba. Reconstruimos un mundo letal que nos parece cercano y sombrío.
Me costó leer la obra. No por la prosa, sino por el contenido. Descubrir a Liliana fue como reencontrarme con mi yo universitaria, una joven foránea que anhelaba conocer al mundo, aunque estuviera lejos de su familia. Verla “marchar” me hizo pensar en mis primeras marchas de protesta, donde apenas entendía que se podía combatir las injusticias. Y me sentía libre, como ella se sentía. “Allí va una mujer libre”, decían sus amigas. Y uno no sabe qué es la libertad hasta que te la quitan.
Me reflejé en Liliana. Leyendo, escribiendo, cantando, soñando, pensando. Y Liliana somos todas. Leer El invencible verano de Liliana provoca recelo, porque ocasiona un choque con la realidad: podemos ser la próxima víctima del sistema. ¿Qué factor convierte a tu novio en tu asesino? ¿Por qué no tienen una estampita pegada en la frente que alerte el peligro?
Y más allá del miedo por nosotras, viene el miedo por nuestros seres queridos, que sufren las consecuencias postergadas del crimen. ¿Cómo es lidiar con la muerte de tu hermana? ¿Cómo enfrentas su ausencia? ¿Cómo perdonas el asesinato de tu hija? ¿Cómo logras transitar con tranquilidad en los pasillos de tu propia casa? ¿Cuánto tiempo te toma abrir la caja donde guardas sus recuerdos? ¿A los cuántos años dejas de tener pesadillas de su muerte? ¿Cuánto tiempo dura la impotencia? ¿Cómo perdonas a los jueces por no detener al culpable aun cuando se los entregas? La pena no se limpia con el cloro y el tiempo no borra las ausencias.
El invencible verano de Liliana, publicada por Penguin Random House en 2021 y ganadora del premio Pulitzer, es una obra imprescindible para recordar lo que nos hace humanos. Para entender el dolor que atraviesan miles de familias cada día. Para dejar de normalizar el crimen, para exigir justicia desde lo colectivo, para aprender a cuidarnos. Es un libro que nos enseña a reconocer las señales del peligro, pero también la importancia de no callarlas. Debemos nombrar la violencia y no permitir que se repita.