Dicen las malas lenguas que el Océano Pacífico y el Golfo de México alguna vez tuvieron aguas dulces, pero se volvieron saladas por el sodio desprendido del llanto de todas las familias a las que les arrebataron a un ser querido en este país. Se salaron por tanta injusticia, por tanto crimen impune. El llanto no cesa. Se extiende, se desborda. Y cada día, a cada hora, hay nuevas razones para sollozar.
Hay muchos tipos de crímenes, pero uno de los más terribles y alarmantes es el feminicidio. Desde que leemos la palabra, parece que se trata de algo reciente. Si el término existe en México desde hace apenas dieciocho años, podría pensarse que el fenómeno que nombra es igual de nuevo. Nada más lejos de la verdad. El feminicidio es un cáncer social que ha estado entre nosotras desde siempre, oculto bajo el machismo, la costumbre y el silencio. En culturas antiguas, nos han asesinado por «honor», por infidelidad, o simplemente por haber nacido mujeres cuando esperaban un varón. Durante siglos, esos crímenes fueron justificados legal, religiosa y socialmente.